Crónica del concierto de Gabriel Sopeña. Teatro Principal de Zaragoza
Octavio Gómez Millán 20 Minutos 06/04/23 Foto: Fernando Rojano
De pronto me encuentro, otra vez, en el camino del Dharma, junto a Gabriel, en las camas duras de la vida, en la electricidad que anima nuestros corazones, en las doce cuerdas que el sudor del mundo se afana por desafinar. Me encuentro con Sopeña en el Teatro Principal, rodeado de amigos, de los suyos y los míos, comprobando que coinciden con la fuerza suficiente de un ejército que no quiere guerra, solo una revuelta tranquila tras la que se imponga la belleza. Y lo consiguió. Durante dos horas, las horas de Lunes Santo, de las viejas escrituras, de su cuerpo entregado a ocho lustros de penitencia gustosa al servicio de Hank Williams y Leonard Cohen, de Mauricio y Labordeta, de él contra el mundo… Gabriel descubre el telón, se abre con una máquina armada de carbón y sangre, como en sus versos en blanco: buen tiempo para el deshielo, maestro.
Es una declaración de intenciones, es como partir la vida en dos trozos: abrir con "Brillar y brillar", como si quisiera colocar las estrellas en el firmamento. Sopeña ya se ha ganado ese derecho. Una casete. San Sebastián y Barcelona. El magnetismo de una cinta manuscrita. Son mis mejores palabras, son tus mejores palabras. ¿Y después? Después a la montaña oscura de rojo y negro, anarquista y ermitaño, "Como antorchas", flores que solo crecen donde nadie más quiere crecer. Eran los ochenta y Bruce Springsteen tenía algo de Steinbeck y de Mesías con pañuelo lleno de grasa de coche. Hizo Gabriel "Un corazón como tú" y no había escenario para bailar. Cuando una banda suena así los errores de la época se convierten en endorfinas del hoy. Ese piano de Óscar Carreras, que es la pieza que convierte a un puzle en una obra de arte. Sonaba como sonaba Billy Preston, la misma sonrisa, la misma manera del placer en los dedos. Seguimos haciendo hoy lo que prometimos encumbrar ayer: "Resaca". Seguimos con el sonido E-Street Band. Sin tregua, solo con la asfixia del que ofrece su aire a los demás. Un clásico de Ferrobós. Todo el concierto tuvo sangre sobre las espinas y alcohol bien digerido. Ahora sabemos nuestros límites. Y todo encaja. Encaja desde el 87 al 2017. Salto, vasos comunicantes, "Queda tan lejos el cielo", con su alma de plegaria, con la percusión de Fletes, con la voz descomunal de Eva Lago. Pensé en "Máquina fósil", aquel poemario que nos devolvió a Gabriel, aquel en el que Magdalena Lasala estuvo tan presente, aquellas notas de vida y viaje, como siempre lo han sido en el caso de Sopeña.
Fue poderosa la continuación, primero con el arrebato que supone "Por los ojos de Raquel", aquella imagen, como un fantasmal espectro del delirio humano y que, armado solo con una foto y una guitarra, llevo a Sopeña a componer un tema que apareció en "Mil kilómetros de sueños", aquel primer disco solista de su carrera. No ir a lo obvio es la ventaja de un repertorio mastodóntico y una banda para la que la palabra solvente se queda corta. ¿Qué decir de "Lisboa"? Recordar aquella "Noche del Becerro", aquellos años noventa de juventud atronadora… es ese parpadeo entre el joven compositor que se enamora de una ciudad que sabe a ginebra y ceniza y el hombre que se transmuta en Scott Walker para llevar su voz al límite. Cualquier canción portuaria exige el mejor ron (o el peor, con eso siempre hay discusiones) y, volvemos a un Jorge Gascón en la guitarra, inmenso, las percusiones de Eva Lago, Fletes que cuando deja por un momento la batería alcanza niveles rítmicos que lo acercan al folk y, claro, Guillermo Mata…pero es que Mata es el hombre, el contrabajo, el contramaestre… Mata y su dirección hace que, aunque las ciudades se olviden de los puertos estos no agonicen. "Orillas"; una de las letras más hermosas de una época de transición de Sopeña, sus discos corales, donde, generoso, ponía su capacidad como arreglista y compositor al servicio de los demás, "Mujeres de ambas orillas", con la sorpresa de dejar la voz solista a Eva Lago, que salió airosa del envite, con la banda detrás, saltando de un lado al otro del océano e, incluso, de algún continente extra. Volví a recordar a nuestra poetisa, a Magdalena Lasala, que tantas letras ha aportado en la carrera de Gabriel y que, a través de sus poemas, destila el aceite esencial de las culturas y civilizaciones de nuestra Zaragoza.
Mi parte favorita del concierto llegó en el siguiente bloque, con el regusto ligero que la pasión por Rubén Blades me había dejado, y entramos en territorio prohibido, Mink de Ville y 1992, demasiado corazón que quiere latir demasiado deprisa, una canción aparentemente menor del repertorio de Mas Birras como es "Por llegar a ti" del "Tierra quemada", un disco, para mí, el mejor de la banda de Mauricio Aznar. Y luego los arpegios de "No volveré a ser joven", pero el arreglo, la guitarra que se deja acariciar, deslizando metal contra nylon, olvidándose de la armónica, dejando el escenario de la obra, las dimensiones del teatro, el poema de Jaime Gil de Biedma, siendo abordado por su guitarra Julio Calvo Alonso.
«Reflexionar sobre la trascendencia de este poema y de la grabación y adaptación que se realizó en los noventa nos ocuparía un espacio que no es el de la crítica del concierto… pero que esta España de desolados alquimistas de lo fatuo aparten la sencillez universal de Gil de Biedma de los alumnos de Bachillerato, de los matemáticos y las médicos, de todos los que acudirían al brebaje de esa belleza y se la están ocultando…espero que sobre ellos caigan mil maldiciones…»
Cuando esas generaciones se recuperen podrán encontrar en "Acto de fé" otro pilar fundamental para entender la belleza. Y la interpretación superó la de Loquillo, la de "Sangre sierra", superó a Gram Parsons montado en los caballos salvajes camino del Joshua Tree: la guitarra acústica de Jorge Gascón -uno de los pocos momentos en los que la tomó-, la armónica de Sopeña, en el tono en el que se afinan los ángeles que deciden caer motu proprio en carne mortal, la voz… ojalá besar con esa fuerza detrás.
Dos banquetas, Gabriel y Eva, una banda, un poema, el de "Mai" de Ánchel Conte, una de las composiciones que Sopeña compuso para José Antonio Labordeta -nunca olvidar que Labordeta permitió a Gabriel y únicamente a Gabriel, prebendas como poner música a sus poemas o los de su hermano Miguel- y que Manolo García descubrió e interpretó con una sensibilidad inusitada. Desde todas las partes de España escuchan el canto a la Madre, la Madre es tierra aragonesa, es norte agreste, son olores que se desbrozan en un alma cariacontecida. Calostro para el terruño, amor de madre. Y la guitarra desde Alloza, el pueblo de mis abuelos, ahí donde el mar es un sueño, como un cuadro de José Orús, "Me gustaría darte el mar", cuánta sed en este planeta de sarmientos secos donde construimos los recuerdos, donde cierran algunas noches demasiado pronto. Pensé en Gran Bob y su banjo y las migas y Vinos Chueca y esa manera de acompañar con el entusiasmo de los grandes. Y me sentí feliz un segundo porque los fantasmas dejan detrás instantáneas que se reproducen como un acorde sencillo, de los que emocionan. Y cómo no emocionarse con "Cantores". Desde aquel disco de El Frente. Noches de radio en mi caso, subiendo la arteria a saludar con la entrada de la voz de Mauricio Aznar. Esa manera, ese tono, ese instante de violín en la grabación que era del verde de los Dexys Midnight Runners. Con la guitarra de Mauricio, como dijo Gabriel: "Mauricio no espera, vamos allá". Es la letra, es el fraseo, es la vida, así, sin más.
Se acercaba el final, pero todavía quedaba algún asalto, recuperando un tema del repertorio de Loquillo, "Cuando fuimos los mejores" y pasando después a otro momento cumbre: "Con elegancia". Compren en cancionero que ha sacado Pregunta y conocerán la historia de este tema. Solo decir que hace unas noches, tras unas copas de vino, el poeta Manuel Martínez Forega y yo hablábamos de La Marquesas, de cómo Jacques Brel, con un solo pulmón ya y un paquete de gitanes, acudió a escondidas a París para dejar su testamento sonoro. Lo hizo, como no podía ser de otro modo, con la misma madurez que contempla toda la vida de lucha e inspiración que ha llevado a Sopeña hasta la noche del lunes en el Principal. Y de Brel a Perico Fernández. Sin más que fajar y pensar en aquel personaje de José Luis Garci, Germán Areta, para cantar "Soltando lastre". Eso es lo que hay. Un ejercicio de estilo, con gusto, como elegir "El hombre del tambor y la armónica", el dylaniano homenaje de Aznar&Sopeña a los Monegros, al bajo Aragón, a esas bandas que sabían que del polvo de los desiertos aragoneses se podían sacar las mejores canciones del mundo. Calanda, los Byrds, Shepard o Mariano Gistaín.
Tocaban los bises y ahí no hubo sorpresas: el poeta de las cien pipas se apareció en esta fiesta de ausentes/presentes, el maestro José Luis Rodríguez García, viajero hasta el final de cualquier noche, la más larga y la más verde, son Sopeña haciendo Cass, haciendo Cass otra vez, pero de manera diferente, porque son todas las chicas distintas, son todas las tristezas perennes. Y luego, atrás, bastante atrás, cuando se escribió el Antiguo Testamento, el Eclesiastés. "Otro lugar bajo el sol", entre Kerouac y la demolición de las tradiciones. Volvimos a paladear una banda orgánica, una banda que llevó el tema grabado en el cruce de caminos de los ochenta y noventa (y sus baterías de platos geométricos) hacia el estado que se merece, junto al río, donde todo el mundo está ardiendo, cuando no sabes si eres el que persigue o el fugitivo. ¿Y el final? ¿tú me lo preguntas? El final fue, claro, Apuesta por el rock and roll. Y a partir de aquí, pide la primera ronda.
Todas las canciones están contenidas en el cancionero Cantar cuarenta de Gabriel Sopeña editado por Pregunta Ediciones. Obra magna que recoge todo lo somos y nos queda por ser, con la compañía de Gabriel, el ángel que se quedó entre nosotros, con las manos doloridas de tanto abrazar.