DESIERTOS

Cuarenta años lleva Gabriel Sopeña maridando rock y poesía, desde principios de los ochenta; y sus textos, cada vez más confesionales, recuperan y actualizan una voz, entre el barrio de Casablanca y las mil vertientes del Moncayo, que son como el cielo en el que los aragoneses nos miramos: azul cuando toca, nublo cuando vienen mal dadas.

Gabriel tiene los dedos manchados de hilos de nylon embarrado, de aleaciones místicas con las que dio comienzo la civilización. Cada oleada de jóvenes que descubre la magia del violín de Scarlet Rivera o el tumbao de Rubén Blades en una esquina del Harlem español, acaba llegando a Sopeña. Lo sé porque yo fui uno de ellos.

No necesita que nadie le dé sellos de calidad para una profesión que él mismo inventó, no es el final, es el camino, ya lo decían los beatniks. Mandolinas y aceites esenciales recuperados de ánforas en el Mediterráneo, bandurrias con las cuerdas tan apretadas que no hay falcata suficientemente afilada en todo el desierto de Mojave como para cortarlas, armónicas afinadas en el tono que derrumbó las murallas de Jericó. Eso sigue siendo Gabriel Sopeña, cuarenta años después: un motel limpio y humilde en mitad de la autopista de nuestras vidas, una versión apócrifa de El Cantar de los Cantares arreglada por Rick Rubín, un hombre de pluma y tambor.

El último que nos queda.

Octavio Gómez Milián. 
Profesor y escritor

Fotografía : Gustaff Choos ©